ORIFICIO
Réquiem para “un grande”
(20170131)
Jolie Totò
Ryzanek Voldan
Allá por el
año 1962 iniciaba mis estudios secundarios en un colegio de efímera existencia
llamado “Liceo Pedro Pablo Valdez”, nombre del que nunca supe el por qué, ya que
no me llamó la atención para nada desde el principio, y sin saber siquiera la
razón de llamar a una institución con el nombre de un perfecto desconocido para
mí.
El tal liceo,
ocupaba un caserón antañón ya medio remozado, del Centro Histórico de la ciudad
de Guatemala; que como toda casa construida a inicios del siglo XX, las
habitaciones ocupaban desde el frente hasta el fondo, y todas tenían sus
puertas y ventanas hacia el corredor común, que las separaba del patio. Los
servicios sanitarios estaban ubicados al final del patio trasero, y separados
de él, por una especie de verja de unos tres metros de altitud, hecha de
delgadas reglas de madera de una pulgada de ancho y clavadas a manera de una
red de pescar…
Coincidentemente,
lo que me llamó la atención poderosamente, fue el hecho que la pared posterior
del plantel lindaba con la pared posterior del edificio donde laboraba por las
tardes mi padre, personaje que amaba entrañablemente y quien dedicó toda su
vida a la docencia secundaria que yo apenas iniciaba.
Mi formación
primaria la había completado al cuidado de una gran maestra que incluso, me
regaló mi primer libro formal, titulado 20,000
leguas de viaje submarino, de Julio Verne, para que lo leyera y me acordara
de ella… ¡Vaya que aún me recuerdo de doña Estella Barrera de Lemus! Una maestra
“de las de antes” que no solo me exigía mucho (la recuerdo por ello), sino me
brindaba todo tipo de cariños, para estimular mi deseo de aprender más, al
detectar mis inquietudes críticas e investigativas innatas.
Pues bien, en
el tal liceo, hubo algunos maestros que no se presentaron a trabajar ese primer
día de clases y nos otorgaron un largo recreo en que me aburrí al no poseer
amigos y empecé a fraguar mi plan de escape de aquella tortura (para mí),
puesto que la enorme puerta de la casa permanecía cerrada con un enorme aldabón
y un gran candado…
Vigilé
detenidamente los movimientos de todos y decidí escapar por el techo, hacia el
edificio donde mi padre laboraba por las tardes y que conocía al dedillo, por
haber pasado gran parte del tiempo de vacaciones anterior curioseando en su
interior.
Y me fugué escalando
por aquella endeble reja de madera del fondo y caminé sobre las láminas del
techo hacia aquel edificio en que me colaría por una ventana sin vidrios
situada en el tercer piso, y desde allí saltaría a un patio secundario situado
en el segundo piso y de ahí a la calle al otro lado de la cuadra…
De los
riesgos que corrí ni me pregunten, porque no los tuve en consideración, puesto
que yo lo que no soportaba era la sensación de sentirme preso en contra de mi
voluntad, y deseaba ir a visitar a mi papá, quien laboraba por las mañanas a
dos cuadras de mi cárcel… Así que hui yendo en pos de mis deseos. Al llegar,
pregunté por mi padre al portero del Instituto Nacional Central para Varones,
quien me dijo que “ya había salido, pero que siempre pasaba a beber café en la
cafetería de enfrente, situada a un costado del edificio del Congreso”.
Al llegar a
aquella cafetería de no más de cuatro metros de ancho (aunque usted no lo crea)
encontré a mi papá tal como lo dijo el portero, bebiendo café y charlando con
otro señor, a quien me presentó muy orgulloso, y me dijo que “su amigo era
sociólogo, que eran las personas que estudiaban la sociedad, y que me sentara
con ellos hasta que terminaran de hablar”, aquella persona me tendió la mano y
me dijo: “mucho gusto, me llamo Carlos Guzmán Böckler” y luego de acariciar mi
cabeza con su otra mano mientras estrechaba la mía, se sentó y continuaron
charlando con mi padre, mientras yo embobada les escuchaba y anotaba todas las
palabras que no entendía en un cuaderno.
Ninguno me
hizo pregunta alguna ni me dijo absolutamente nada y solo miraban mi afán para
apuntar, por lo que noté que adrede, decían despacio las palabras de su charla,
como dándome tiempo para que escribiera… ¡Vaya que eran grandes los maestros
del entonces!
Al llegar a
casa, me dirigí directamente a la biblioteca y me puse a buscar las palabras
que no había entendido en un diccionario, las que no encontré, le pregunté el
significado a mi padre, quien me tomó de la mano y me llevó de regreso a la
biblioteca de casa y me entregó dos libros, un diccionario filosófico y una
sociología y me dijo: “acá los encontrarás, y si quieres leer más me avisas,
para que te dé más qué leer”… Aquel año lo reprobé por ausencias, porque raras
veces fui al colegio, ya que me iba a la Biblioteca Nacional a leer libros de
sociología y filosofía.
Cinco años
después culminé mi educación secundaria en otro plantel educativo (de donde no
me fugué) e ingresé por primera vez a la universidad a estudiar el llamado “Ciclo
de Estudios Básico”, donde entre otras materias estudié Sociología I y
Sociología II, y obtuve la máxima calificación en ambas, mi maestro fue el
Doctor en Sociología, Carlos Guzmán Böckler, aquel amigo de mi padre que conocí
cuando me había fugado del colegio y ellos bebían café…